Lo atacaron por segunda vez con una lluvia de flechas del tamaño de agujas. Viendo que se tranquilizaba el prisionero decidieron cesar en el ataque. Gulliver escuchó golpes a un costado. Estaban preparando una plataforma. Una de estas personitas se encaramó y empezó un discurso que el protagonista no pudo entender. El prisionero hizo señas mostrando que tenía hambre. Los habitantes comprendieron y, bajo las ordenes del hurgo, empezaron a llevar porciones de comida, todo bien aderezado, pero tan pequeñas como las alas de una alondra. De sus toneles más grandes, que depositaron en su mano libre, pudo beber algo parecido a un vino de Burgundia.
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