El músico se amordaza los ojos
para liberar el sonido
a su antojo,
llevándola
a otro espacio del sentido.
En su bohemia
rasga las cuerdas
como un elefante herido
o un suave colibrí
que cimbra
en su mano que aletea y vuela,
vuela más allá de la armonía anémica
con sonidos que resuelve
su vena académica.
Su cuerpo se integra a las cuerdas,
con canciones de avenidas,
de laberintos y grietas,
protestas de blasfemias, sudados amores
que revive en su rictus musical de primavera.
Perdido entre sus vacuos pentagramas
parece golondrina alocada en elíptico planeo.
Se enquista en su ademán de piano y
deja con pasión uñas ensangrentadas
cual si cada tecla fuese puñal honrado.
Más nada le place más que sentir su mano
incansable rozando espacio de soles
o nostálgicas noches degustadas.
De los escombros de la nada
oxigena su instrumento el agitar
de sus fibras internas.
Se conmueve con estrépito el cuerpo
sin medida de distancia ni tiempo,
en la complejidad de una sinfónica o
en la simplicidad de una nota que al aire lo eleva.
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