El apetito es el hambre desconocido
del opulento agapiano.
El brillante laudo que desconoce la sangre
de los dedos ajados sin tenedores.
El apetito sigue el camino insaciable
de la isoca como cuchara empalagada
hasta las secas venas de estambre.
El apetito es el yugo que comprime,
esclaviza turbios mayordomos
como sicarios que alimentan de plomo
al esquelético hambre verdadero
que ya no recuerda su pasado
de enclenque sabiduría anémica y
entre retorcijones clava estacas en su lomo.
El apetito es hijo lujurioso de Bacán.
El hambre es la espina del cardo
enterrado en las entrañas sin el estudio del estómago.
El apetito saborea entre sus labios
el trajín sudado desinfectado del proletario.
No conoce crujientes camastros pero
si cantos de pájaros enjaulados
que trinan el desorden del semillero agrario.
El apetito cubre su rostro de onerosa careta festiva
y confunde el olor fragante del ásaro plástico
con un coctel de paladeado aperitivo,
estimula la ciencia de exterminio
para explicar injustas diferencias.
En sus dominios solo cría fieras,
lustradas bibliotecas de páginas esvásticas y
el hambre se cultiva con un solo libro de anticuario,
que en el capítulo del dolor de espalda continuo
narra la avalancha sin vergüenza como un gusano puro,
que el diente del hambre precisa del mendrugo de pan
o una res desmembrada en exterminio.
El apetito tiene el guante de la destrucción y
ejercita su garra bestia en lágrima ajena.
Tiene ictícolas receptáculos de pirañas en su boca
y el hambre un pez magro a dieta de cuaresma.
El apetito es la subespecie humana
que nada marea de tiburones.
El hambre se postula con rostro de honores
en la tenaz y pobre sopa de un plato que mengua
su volumen y por el dedo se resbala el agua y el fideo/