¡Dios...
Dios mío!
Baja tu oído de escucha
que ya mis plegarias no tocan
la altura de la estrella
y de mis hijos a mi madre
se abre una brecha de puerta desnuda
cuando andan su noche sin ropa
y la pena me retuerce el alma/
Dura labor diaria hastiada, sin paz, sin honores,
sin miga ni riñones en calma/
Baja tus limites de cielo y tus delgadas manos copiosas
que las mías son aceptadas como mendrugo
y cada esquina me rechaza en su ochava,
como si las puertas tuvieran dientes
y la vida se me hace duro declive/
Alud de guijarros, diluvio de meteorito/
Al ver en la lluvia los pies descalzos de mis niños/
Esta angustia que quema
con el vacío ardor del estomago ácido,
permanente percute su tornillo frío en mis sienes
y llego a la pregunta...
Para que utilidad he nacido?
Me empujan, patean y golpean tanto los dolores
que mis venas de cuello fatigadas
y mis vísceras de puñetazo
van golpe a golpe gritando inútil con su voz muda/
¡Dios! Oye mi lamento/
Tendré que armar un clan de amor macilento
donde floten las bocas vacías en un mar de peces muertos
o desatar la furia salvaje de la sangre en asonada
hasta que las sordas puertas mastiquen su propia piedra?
¡Respóndeme Dios!
Porque mis rotos zapatos ya andan el camino de la rebelde fiebre/