Erase una vez....

Llegado a la edad de cuatro años, recuerdo, la única forma de conciliar el sueño era pensando en caballos (aún hoy lo continúo haciendo).

Tal vez por la injerencia de mis dos abuelos que solían contarme historias de caballos allá, en su tierra natal.

Mi abuelo paterno, de origen árabe, había llegado a la Argentina cuando solo tenía 19 años de edad, analfabeto, escapando de las crueles guerras de medio oriente, teniendo como "tesoro" unas pocas libras esterlinas y una fotografía de su caballo preferido.

El otro abuelo, de origen español, coincidentemente también a la edad de 19 años, llegó a este país que les abría las puertas a los inmigrantes, también recordaba con tristeza la dura separación de sus caballos españoles y, como él no pudo traerse ninguna foto de los suyos, solía coleccionar fotografías de caballos españoles de donde los encontrara.

Una mañana de noviembre -corría el año 1955- nos habíamos mudado de Villa del Parque a Loma Grande, un barrio muy humilde de Merlo, situado al oeste de la provincia de Buenos Aire, a una casita (un ranchito) muy pobretona, como mi mamá solía decir: "pero nuestra", me levanté sobre saltado preguntando: "¿dónde está, dónde está?", ante la asombrada mirada de mi madre que atinó a preguntar: ¿dónde está qué? Mis ojos buscaron en vano a lo largo y ancho del terreno pero no encontré nada.

Apesadumbrado por la desilusión le conté a mi madre: "Fue solo un sueño. Soñé que los abuelos me habían traído un caballito petiso de color negro".

A los pocos días siguientes, 11 de noviembre, yo cumplía los años (4). Nadie ni yo ni mis padres nos imaginaríamos lo que ése día iba a ocurrir.

Cerca del medio día, llegaron mis dos abuelos -el árabe Wadih y el español Gabriel- trayendo mi regalo de cumpleaños: Un hermosísimo petiso negro azabache, con las crines y la cola larga al que bautice Furia Negra.