Recuerdo con especial cariño a mi padre, que murió el verano pasado. Siempre estuve muy unida a él, sobre todo cuando era niña; recuerdo, por ejemplo, que me contaba cuentos de cosecha propia con una retórica tan impresionante que a mí conseguía meterme en la historia. Además, por esa época mis padres, mis dos hermanos mayores y yo vivíamos en el pueblo, con lo que el cincuenta por ciento de nuestra diversión residía en la naturaleza. Mamá tenía un jardincito precioso con hortensias, geranios y margaritas, entre otras especies; y yo salía con papá muchas veces al salir el sol para recolectar las semillas que encontrábamos por ahí.
Fruto del determinismo de ese contexto familiar yo he acabado siendo florista y jardinera; pero por pura vocación. Además, regento mi propio negocio: una floristería especializada en flores naturales y artificiales, en decoración de todo tipo de eventos, en utensilios de jardinería y en la venta de semillas. Esto último, en particular, lo hago un poco en honor a mi padre; y todavía hay veces que regreso al pueblo y me quedo un fin de semana con el único fin de coleccionar semillas. Hecho de menos la presencia paterna, pero de algún modo sé que está ahí, presente.
El negocio me va muy bien. Uno de mis hermanos y una amiga mía trabajan conmigo; él se encarga del tema de la distribución de los productos y ella me ayuda un poco como dependienta. Además, también trabaja diseñando páginas webs, así que estamos pensando en abrir una sucursal online en la que el cliente puede efectuar tanto la compra de flores y objetos varios como la compra de semillas. Creo que si nos lo montamos como Dios manda, puede salirnos bien. Además, estoy segura de que papá protege el negocio. Al fin y al cabo, muchas de estas semillas son sus semillas.