En mi familia se deben creer que soy Sansón, Goliat, Hércules o, bueno, inserte usted la figura bíblica o mitológica caracterizada por su gran fuerza que desee. ¿El motivo?, pues que les he dicho que quiero formar parte del colectivo de vigilantes de seguridad. Cualquier otra familia, una familia normal, simplemente se quedaría atónita y preocupada; y ni que decir tiene que la madre de turno lloraría. Mi madre no lloró; mi madre me estiró los mofletes y me dijo "qué fuerte que es mi niño". ¡Y no me hagan contar todas las palmadas en la espalda que me dio el resto de mi familia! Consejos incluidos, por supuesto. Un desastre, porque no se pueden ustedes ni imaginar lo agobiantes que son.
El trabajo de vigilantes no es tan sencillo como parece. Uno no va al primer museo, escuela o centro comercial que encuentra, se presenta, dice "oiga, he ido al gimnasio y quiero ser guardia de seguridad" y ya. Por supuesto que no. Ser Guardia Civil requiere estudiar y prepararse, como cualquier otro oficio digno. De hecho, tampoco he descartado las convocatorias del Ministerio del Interior para oposiciones de Guardia Civil, que va aproximadamente por el mismo camino: proteger un establecimiento y proteger al próximo. Me he informado sobre esas y, en apariencia, tienes que tener entre dieciocho y treinta años y tener, al menos, la Educación Secundaria Obligatoria. Eso no es problema: tengo diecinueve e hice incluso Bachillerato en peso.
Algo que sí me han advertido mis amigos (las únicas personas sensatas, porque reaccionaron más o menos como debería haber reaccionado mi familia; excepto por lo de la madre histérica) que ese trabajo puede implicar una serie de desventajas: para empezar, el aburrimiento, y más si me meto al tema de la seguridad nocturna; y luego, el hecho de que sería conveniente mejorar mi condición física: nunca se sabe qué puede pasar.