Ese día se despertó con peor humor que de costumbre. No tenía ganas de desayunar, así, que leyó un poco para hacer tiempo. Luego tomó una ducha, se afeitó cuidadosamente, se vistió y se puso en marcha. Ese mediodía tenían una comida de trabajo, esos eventos tontos donde la gente se reúne, comenta intrascendencias, y se reúnen fondos para investigación.
Estaba fastidiado, detestaba esos eventos, tener que explicar a gente superficial, con una atención dispersa, en que consistía su trabajo. Era algo árido, inútil, lo hacía sentir como el sujeto de un fallido experimento, como uno de sus ratones blancos.
La situación era de por sí ridícula. Él era un hombre de ciencia, un hombre racional, con sentimientos básicos. Así era como se definía. El sostenía que en los seres racionales debía primar la razón sobre los sentimientos. En su caso, su razón controlaba a su pasión. Para él los sentimientos eran una cursilería distractiva, que lo apartaba de su objetivo, de su mundo, de su labor.
Era un hombre de ciencia, y no un hombre de fé. Siempre hacía esa disquisición. Era un ser parco, huraño, solitario, de un carácter un tanto irritable. Nunca estuvo enamorado, consideraba a ese sentimiento como una patología. Para él, la gente que se enamoraba sólo eran personas que compartían una patología, no un sentimiento.
Cuando llegó al lugar donde se iba a desarrollar el "evento recaudatorio", tal como él lo calificaba, la vió. Se sorprendió mirándola y devolviéndole una sonrisa. "Es una locura", se dijo, y raudamente fue al encuentro de algunos colegas. Juntos soportarían los embates que les producía ese poco deseado evento.
Al poco rato un grupo de señoritas se dirige hacia ellos, uno a uno le preguntan sus nombres, a cada uno se le asigna un sitio. Naturalmente, trató de apelar la medida de las jóvenes argumentando que a él y a sus compañeros les habían tocado mesas diferentes. Ellas contestaron que la distribución de los comensales había sido hecha por la persona que organizaba el evento. Nada se podía hacer a ese respecto.
Con su creciente mal humor a cuestas, se sentó de muy mal grado. Para colmo de males, a su derecha, habían sentado a una mujer, su nombre era Ivana. Para el año que viene que se olviden de mí, pensó, voy a dar parte de enfermo una semana antes,
El destino, además de tener un gran sentido del humor, confecciona nuestra vida con mucha antelación. Sus designios son hechos con una minuciosidad obsesiva y a prueba de científicos. Una vez que estuvo sentado y abstraído en sus protestas racionales, ve de soslayo que Ivana, su imaginada molesta compañera de sitio, se para detrás de la silla que le habían asignado, y comienza a correrla para sentarse.
A pesar de todo, él tenia modales. Que no usaba muy a menudo, pero los tenía, y muy allí dentro suyo, olvidados en su interior. Pero cuando le llegó el aroma de su perfume, afloraron inmediatamente. Se puso de pie, corrió la silla, la miró a los ojos y le dijo "Mariano Araujo". Ella le sonrió, por segunda vez en el día, y le dijo "Ivana".
Ella era una mujer con mucha personalidad, bella, tenía puesto un sencillo vestido azul. Aún así, destacaba del resto. Él estaba sorprendido, su conducta dejaba mucho que desear. El control lo había abandonado, estaba turbado, amilanado, su andamiaje y todo lo que había construido sobre él se estaba desmoronando. La racionalidad lo había abandonado, se había batido en retirada con la poca dignidad que le quedaba, después de haber perdido por primera vez, y de manera humillante.
Él, Mariano, se encontraba conversando animadamente con Ivana sin apellido, y con el resto de los mortales no científicos que ocupaban esa mesa de temas banales, intrascendentes, de nada en particular y sobre todo en general. Eran temas varios, superficiales, de los que no salvan al mundo de enfermedades ni mitigan su hambre.
Le pareció una experiencia extraña, pero no del todo desagradable, muy por el contrario. Después del segundo plato, Ivana dijo a sus compañeros de mesa: "Les propongo un juego, ¿qué les parece?". Inmediatamente todos dijeron que sí. Sorprendentemente el primero en pronunciar la entusiasta afirmativa, y ante su sorpresa fue… él, el racional científico,
Él, que normalmente se hubiera reído de semejante propuesta, y hubiera descartado de plano su participación por considerarlo como algo inmaduro e infantil. Fue el primero que contestó, prestándose de muy buen grado a jugar el jueguito que le proponía ella.
El juego consistía en decir que pequeño sacrificio estaba dispuesto a hacer cada uno de los participantes, para que mágicamente el mundo dejara de ser el mundo que es, y pasara a ser un lugar mejor. Ivana fue la primera en responder: "Mi debilidad son los zapatos. Yo estaría dispuesta a no comprar zapatos durante todo un año, ese sería mi pequeño sacrificio".
Todos estaban de lo más divertidos, contestaban a conciencia, se lo tomaban muy en serio, como si realmente su pequeño sacrificio, haría surgir un mundo mejor. Habían caído en la magia del juego, todos lo estaban disfrutando, hasta se sentían mejores personas por hacer ese sacrificio imaginario.
Mariano fue el último en responder. Demás esta decir que las respuestas de sus predecesores les parecieron banales, tontas. Comenzó su racional alocución diciendo que por más que todos lo intentaran la consigna era imposible, irrealizable. Dió un largo argumento racional incontestable, sólido, abrumador.
Una vez que hubo terminado de dar su argumento. Ivana lo miró a los ojos y le dijo: "No me contestes con la cabeza, respóndeme con el corazón, ¿qué harías?". Él no podía creer que estuviera ignorando su racionalidad, su sólida postura. Ella lo estaba desafiando, estaba provocando su intelecto. Eso es un sueño, una fantasía le dijo Mariano.
"Así es", le dijo Ivana, "es lo que diferencia una meta de un sueño. Cualquier persona puede alcanzar una meta con trabajo, tesón, disciplina y autodeterminación. En cambio para alcanzar un sueño se necesita una cuota de ilusión, de magia, de fe. Es esa conjunción la alquimia de la que muchos carecen".
Ese juego cambió la vida de Mariano. La respuesta de Ivana lo demolió, a la vez que lo embelesó, lo enamoró. En ese mismo segundo la adoró. Inmediatamente se dieron cita en su cabeza todas las frases cursis que decía su abuela. Llegaban sin aviso, de repente, prepotentes, llegaban intempestivamente, sin llamar. Sólo entraban, se quedaban y se repetían una y otra vez. "Muy bien", se dijo mentalmente, "entendí el mensaje".
Entonces tomó una decisión, la decisión. Desconectó su mente y por primera vez en su vida dejó que su corazón tomara las riendas. Se dejó llevar y la invitó a salir. Con el tiempo, Ivana le confesó que se había enamorado de él en la comida del año anterior. Era ella quien tenía a su cargo la organización del evento. No sólo había planeado donde iban a sentarse, sino que también se había asegurado que "él cayera en las redes de su amoroso juego".
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