Nunca fuí una persona temerosa. Muy por el contrario, suelo enfrentar a mis temores. Trato de conocerlos, de saber cuales son sus puntos débiles. Una vez que tengo esa información, los enfrento, los tomo por sorpresa y los derroto. Mis armas secretas, infalibles e invencibles son la lógica y la racionalidad. Pero hay dos temores que son constantes, que existen en mí desde que era pequeña. Y a pesar de que varias veces los enfrenté, no pude derrotarlos, me vencieron de la manera más humillante. El primero y tal vez el que más me perturba no voy a confesarlo. El segundo me produce solo un poco menos de resquemor, aunque sólo un poco. Y es el temor a los gatos. Mi miedo a estos animales no radica en que me dañen físicamente. No me inspira temor el animal en sí. Al contrario, me parece de lo más bello y misterioso. Con una enorme cantidad de características positivas, los gatos son anatómicamente perfectos, poseen gran destreza, son eficientes, astutos, certeros, implacables cazadores, independientes, limpios y hasta simpáticos. Lo que me inquieta de los gatos son sus ojos, su mirada. No sé muy bien como describirlo, tal vez debería hacerlo por descarte. No es algo patológico como una fobia, sino que es algo más intrínseco, más interno. Más espiritual, si se quiere. Tal vez sea idea mía, pero la peculiaridad que tienen los gatos es esa mirada penetrante. Quizás se deba a la forma tan extraña que tiene su pupila, o a su color tan claro. La sensación que me dan es que no miran ni ven al humano que tienen delante, lo que quieren en realidad es ver su interior. Entran a través de sus ojos fundiendo su mirada con la suya para obtener todo cuanto necesitan saber de nosotros, y almacenarlo dentro de sí. Un buen día apareció en el jardín de mi casa un gato gris perla. Era tan pequeño, estaban tan desprotegido, que sin pensarlo y sin acordarme de mis temores, lo metí dentro de la casa y le serví un plato de leche. A diferencia de lo que sentía con otros gatos, Torcuato, así lo llamé, tenía una mirada amable, amigable, tierna, dulce y agradecida. Con el tiempo me fui olvidando de ese segundo temor que limitaba mi vida, la relación con Torcuato era inmejorable. Me seguía a todos lados como un perro, me recordaba siempre la hora de comer, siempre estaba dispuesto a recibir mimos, y por supuesto yo a dárselos. Que tonta fuí, tenerle miedo a estos animalitos todos estos años. Como pude tenerle resquemor a lago tan tierno y tan dulce como sus ojos. En fin una idea de lo más boba, de alguien que ignoraba lo magníficos que eran estos animales. Me demolía cuando me miraba con sus ojitos bizcos, me miraba como tratando de entender lo que yo le decía. A veces el objeto de su mirada era la pared, o algún otro objeto. Eso me daba mucha curiosidad, se paraba frente a algo y lo miraba fijo, durante mucho, mucho tiempo. Como si el objeto en cuestión le diera instrucciones precisas para conseguir la paz del mundo. Me causaba mucha gracia a la vez que me llamaba la atención su actitud, estaba abstraído, ensimismado, mirando un punto fijo en algún lado. Un día me senté en el piso a su lado y comencé a mirar la pared, fije exactamente mi vista en el punto que el la estaba fijando. Y fue en ese momento que vi lo que el veía, sentí lo que el sentía y comprendí lo que entrañaba y guardaba su mirada. Un escalofrío recorrió mi columna, el pánico se apoderó de mí. No podía moverme ni articular palabra, estaba presa del pánico, presa de mi inmovilidad. Ahora estoy aquí, presa, dentro de sus ojos