Mario tenía varios pasatiempos, amores, pero sólo dos pasiones. Una era pública, por todos conocida y hasta compartida por alguno de sus amigos. Esa era la astronomía. Su otra pasión era más profunda, secreta, inconfensable, la que guardaba muy dentro de sí y tal vez era la que más disfrutaba.
Es un contador destacado, muy apegado a la rutina. Todos los días sale de su casa a la misma hora, y por supuesto indefectiblemente, llueve o truene, llega a su oficina también a la misma hora.
Abre la puerta de ingreso al edificio, sube al segundo ascensor, cierra las puertas, se mira al espejo, se acomoda el pelo, la corbata y oprime el botón que lo lleva al piso 18. Al llegar a su destino, se mira de soslayo nuevamente en el espejo, controlando que todo esté en su lugar.
Después entra en su oficina, prende la luz, levanta las persianas, prende su PC y luego, apaga la luz. Se para frente a la ventana, corre las cortinas, toma su telescopio, lo acomoda minuciosamente. Y lo dirige hacia su objetivo, ella.
La dama objeto y sujeto de su pasión también es una rutinaria empedernida. Todos los días cumple con el mismo rito minuciosamente sin apartarse un ápice de él. Ella comienza a ser mirada por él cada mañana a las 08:30 en el preciso momento, en el que corre las cortinas de su habitación y mira al cielo.
Acto seguido toma su bata y se dirige al cuarto de baño, del que sale 15 minutos después, atando su bata. Se sienta frente al tocador y comienza a prepararse para salir.
Comienza la ceremonia recogiendo su pelo rubio en una cola de caballo. El paso siguiente es colocar una crema que prepara a su piel para recibir el innecesario maquillaje. Él la mira fascinado, ella es delicada, cuidadosa, minuciosa. Mario no puede dejar de mirarla, en esos momentos ella es como una visión, desaparecería con tan solo tocarla con un dedo.
Él no se pierde detalle de lo que ella hace cada mañana. Sigue todos sus movimientos con una atención suprema. Parecería que trata de memorizarlos como si ella llevara a cabo un ritual pagano, del cual él tiene que recordar todos y cada uno de sus pasos, porque de ello depende su existencia.
Después de haber maquillado sus ojos y su boca, la observada dama se suelta el pelo. Mueve rápidamente la cabeza para un lado y luego para el otro, como si tratara de sacudir su pereza. Ensaya varios peinados delante del espejo y siempre se queda con el penúltimo.
La segunda parte de la ceremonia no se hace esperar, y Mario se prepara para ella. La dama se para frente a su placard, abre ambas puertas, y se para frente a el. Mira cada una de las prendas que se encuentran allí expuestas, y las evalúa.
Su elección es rápida, precisa, certera, siempre se pone lo primero que elige. Toma los zapatos, se los calza y luego se viste. Antes de salir vuelve a sentarse en su tocador, se pone perfume, retoca el peinado y sale de la vista de Mario, al salir de su habitación.
Mario comenzaba su jornada laboral una vez que la dama terminaba su involuntaria y privada función. Feliz, fascinado, con ella dentro de sus ojos, y atesorando su imagen en su memoria y contando las horas para volver a verla y deleitarse con su imagen.
A las 19:01 Hs. La dama en cuestión reaparecía en la vida de Mario. Ella era extremadamente puntual. Prendía la luz de su habitación y de esa manera lo "invitaba a entrar en su mundo". Se sacaba la ropa con la que había estado todo el día y se ponía algo más cómodo para esperar a su marido que no tardaría en llegar.
Ese ultimo acto de la bella dama anunciaba el final de día. Entonces Mario cerraba las cortinas, bajaba las persianas, apagaba su PC, luego las luces de su oficina y se ponía en marcha para regresar a su casa.
Estaba ansioso por volver, su oficina estaba muy cerca de su casa, en la misma manzana, pero el trayecto le parecía eterno. No veía la hora de encontrarse con su mujer, darle un beso, estar con ella. Mario la adoraba, la amaba, la idolatraba a tal punto que se convirtió en un voyeur de su propia esposa.