El olor a hierba mojada de la naturaleza que se veía a través de la ventana; las paredes de piedra llenas de dibujos y de cuadros con naturalezas y paisajes; los pupitres de madera; la pizarra siempre emborronada; los maestros reprendiéndonos y, al cabo, dándonos una golosina o sonriéndonos cuando habíamos hecho algo bien; los momentos de recreo jugando con las niñas a molestar a los niños; las clases de biología básica al aire libre; los juegos, los festivales, los disfraces, los regalos de Navidad... Todo eso es un resumen de lo que fue mi escuela, cuando era niña. Ni yo misma sé por qué me acuerdo tan bien; supongo que las épocas realmente felices, al final, se quedan.
De hecho, fijaos si tengo dicha época tan encumbrada e idealizada que necesito que mi hija de cinco años tenga lo mismo. Dentro de poco, tendré que mandarla a una; y ahora mismo me cuesta dejar de ser esa madre pesada y sobreprotectora que, digo yo, es toda mujer cuando sus hijos están en esa edad. Por eso, lo que necesito yo para quedarme tranquila es que las escuelas infantiles de Madrid estén a la altura de lo que quiero para ella. Quiero que sea feliz; quiero que su estancia se le quede grabada a fuego, como a mí, como una de las experiencias más bonitas de su infancia. ¿Es mucho pedir? Yo creo que no.
Por suerte, las escuelas infantiles de Madrid que he anotado en la lista de candidatas cumplen con los requisitos que yo busco casi desesperadamente. De hecho, me va a resultar difícil elegir; aunque hay una que es tan bonita y está tan bien decorada que me despierta, en parte, esa sensación eterna de nostalgia. Quizá acabe siendo la elegida, pero lo pensaré con cabeza: lo último que quiero es precipitarme con esto.